Las huellas del agravio

Editado por Maria Calvo
2017-10-06 12:42:53

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por Yudy Castro Morales

Con información de la CIA, guardada por casi tres décadas, quedó claro que el gobierno norteamericano había conocido con anterioridad de los planes terroristas y pudo haberlos evitado

Un montón de fotos sobre la cama de un hotel. Dos hombres, casi acostados sobre las imágenes, intentan grabar en sus cerebros todos los detalles de los rostros. Alguno podría resultar determinante a la hora de identificar los cadáveres.

Hasta lo más mínimo, a veces, puede ser imprescindible. Solo que aquí nada es mínimo, ni la tragedia, ni la injusticia, ni la muerte con su dolor punzante y perpetuo.

Era octubre de 1976. Cuba guardaba luto; el mundo seguía, inalterable, su curso; y en Barbados, a solo dos millas de una de sus playas, yacían en el mar los restos de una aeronave cubana, un DC8, derribado con 73 pasajeros a bordo. El nombre de la playa, Paraíso.

Julio Lara (fallecido) y Enrique Herrer eran los hombres que escudriñaban las fotografías en busca de algún rasgo familiar.

Los dos criminalistas integraron el equipo de expertos que, desde el mismo día de la barbarie, el 6 de octubre, envió Cuba a investigar los sucesos.

Además de criminalistas, había peritos en química, balística, trazología, identificación, documentología, fotografía judicial, biología, así como un grupo de forenses del laboratorio central de averías, explosiones e incendios en aeronaves.

Fueron semanas de ardua labor investigativa, pues el análisis de un desastre aéreo resulta de enorme complejidad. No buscábamos algo al azar; queríamos confirmar lo que sospechábamos, porque existen elementos típicos cuando las fallas ocurren por causas accidentales, así como cuando son provocadas por hechos criminales, relató después Enrique Herrer, en una entrevista publicada en el documental Explosión a bordo, la verdadera historia del vuelo 455, de la Editorial Capitán San Luis.

Contó que «los pocos cuerpos que emergieron estaban muy afectados, tuvimos que identificarlos con técnicas forenses, excepto el de una niña, su cuerpo estaba casi completo». Se llamaba Sabrina y era guyanesa.

Recientemente, en el artículo Crimen de Barbados: Tenemos memoria, el abogado José Pertierra llamó la atención sobre el impactante informe de un médico forense que narra el estado en que se encontraba el cuerpo de la pequeña de nueve años:

«Sin cerebro (…), solo los huesos faciales, el cuero cabelludo y el resto del cabello. Los pulmones y el corazón destruidos.

El hígado y los intestinos destrozados. Ausencia del glúteo de la extremidad inferior derecha. Fractura compuesta de la tibia y el peroné (…)».

De acuerdo con Herrer, el análisis de las piezas recuperadas demostró que el fuselaje se había roto por dos lugares, en total concordancia con las investigaciones que comprobaron la colocación, dentro de la nave, de dos artefactos explosivos con elementos de retardo, uno en el centro de la cabina de pasajeros y otro en los baños traseros.

«Las conclusiones derivadas del examen del avión fueron corroboradas al revisar las lesiones de los cadáveres. El estudio criminalístico y médico legal de las víctimas confirmó la presencia de esquirlas metálicas, desgarraduras, fracturas y amputaciones, así como quemaduras y residuos de elementos químicos, típicos de explosivos. Todo ello demostró que se trataba de un acto terrorista», sentenció Herrer.

Apenas en ocho féretros se depositaron los restos recuperados de los 57 cubanos muertos. La mayor parte de los cuerpos quedó para siempre en las profundidades del mar. A los familiares les quedó el llanto, el vacío, la ausencia, ni siquiera el consuelo de los cadáveres.

LOS ÚLTIMOS MINUTOS

Pocas horas después de la tragedia, autoridades de la aeronáutica civil cubana y peritos en desastres aéreos se dieron a la tarea de reconstruir lo acontecido para determinar las causas de la caída del avión.

Según se cuenta en el documental, el 6 octubre de 1976 llegó al aeropuerto Seawell, de Barbados, un DC8 de la línea Cubana de Aviación que realizaba el vuelo CU455, procedente de Guyana y de Trinidad y Tobago. Eran las 11:21 a.m., hora local.

Ya habían pasado 51 minutos del aterrizaje, cuando el capitán Wilfredo Pérez Pérez le solicita permiso a la torre de control para despegar. A las 12:15 se elevó el avión. Nadie sospechaba entonces que ese sería su último vuelo.

Cuando Wilfredo se disponía a informar la llegada a los 18 000 pies de altura, tal como le pidieron desde Seawell, sintió como si el avión se fragmentara. Comenzó a sonar la bocina debajo de la butaca del ingeniero de vuelo, señal de que la presión dentro de la aeronave había descendido súbitamente. El capitán supo que se había producido una avería muy grave en el fuselaje y enseguida avisó a Seawell. El reloj marcaba apenas las 12:23.

«Tenemos una explosión a bordo y descendemos inmediatamente. Tenemos fuego a bordo».

La distancia, en el momento de la explosión era de 28 millas. El radar describió un amplio giro hacia la derecha en busca del aeropuerto. Al surgir la emergencia, los pilotos, según se conoció después, siguieron los estándares prescritos para estos casos.

Tras completar el giro y solicitar aterrizaje de inmediato, en el aeropuerto se declaró emergencia total y se preparó todo para recibir al vuelo 455. Los aviones que se disponían a salir fueron desviados de las pistas, se avisó al hospital, al servicio de guardacostas y a las naves que estaban en el aire se les indicaron nuevas rutas. A las 12:27 le informan desde la torre de control que todo estaba listo.

El avión se encontraba a unas tres millas de la costa y a unas ocho del aeropuerto. Para alcanzar la pista faltaban, escasamente, tres minutos.

Pero una segunda explosión, ahora en uno de los baños traseros, estremeció la nave otra vez. Rompió el piso, golpeó el área del timón de profundidad y provocó que el avión se elevara. El copiloto, que desconocía la causa de la subida y al pensar que el piloto decidió tomar altura, le gritó: «Eso es peor. Pégate al agua, Felo. Pégate al agua».

El DC8 pareció detenerse y en pocos segundos se desplomó sobre las aguas.

Desde que estalló la primera bomba hasta la caída del avión transcurrieron solo cuatro minutos y 50 segundos, explicó Enrique Herrer en la mencionada entrevista. «Ese tiempo puede parecer corto, pero no para las personas a bordo, aterradas, quemándose vivas y los más afortunados, asfixiados por un humo letal».

Así fueron los últimos minutos del vuelo 455. Y al imaginarlos, uno se espanta.

LA CULPA

Aquel 6 de octubre, cuando llegó el avión cubano al aeropuerto de Seawell, entre los pasajeros que terminaron viaje, uno portaba pasaporte falso. Había abordado el vuelo 455 en Trinidad y Tobago, en compañía de otro sujeto. En suelo barbadense se identificaron como turistas: uno era Fredy Lugo y el otro Hernán Ricardo, pero se hacía llamar José Vázquez.

Desde el hotel donde se hospedaron, Hernán Ricardo se comunicó con Luis Posada Carriles e intentó hacerlo con Orlando Bosch, conocido como Paniagua. En la noche, ambos sujetos regresaron a Trinidad y Tobago, donde fueron detenidos, en la mañana del 7 de octubre, como sospechosos de la voladura del avión cubano. Siguiendo el curso de las investigaciones, el 15 de octubre fueron arrestados en Caracas, Venezuela, Orlando Bosch y Luis Posada.

Tal como se relata en el documental de la Editorial Capitán San Luis, durante el registro hecho por la policía venezolana a la denominada Investigaciones Comerciales e Industriales C.A (Icica), empresa dirigida por Posada Carriles, encontraron elementos relacionados con los hechos ocurridos en esos meses en Centroamérica y el Caribe.

Pero el 17 de octubre las autoridades de Trinidad y Tobago obtendrían una confesión contundente: Hernán Ricardo le reveló al comisionado adjunto del servicio de ese país, Dennis Elliott Ramdwar, «que el jefe del CORU (organización terrorista) era Bosch, también conocido como Paniagua, que Luis Posada, también del CORU, era su jefe y patrono de Icica, y que Lugo y él habían puesto la bomba».

Luego de un juicio largo y lleno de chantajes, Hernán Ricardo y Fredy Lugo fueron condenados a 20 años de privación de libertad. Bosch, prosiguió Pertierra, fue absuelto porque no tenían las confesiones que lo involucraban, y en cuanto a Posada no se pudo llevar a cabo un veredicto porque se fugó de la cárcel en 1985.

Sin embargo, en el 2005, casi 30 años después de la barbarie, la Agencia Central de Inteligencia (CIA) desclasificó un documento que había sido confeccionado por la propia Agencia, el 18 de octubre de 1976, en el cual se sintetizaban las acciones terroristas de Orlando Bosch y Posada Carriles.

Se trataba, de acuerdo con la información manejada en el documental, de datos sólidamente confirmados, tomando como referencia la jerarquía del funcionario del gobierno estadounidense que los había solicitado: el Secretario de Estado, Henry Kissinger.

El informe señalaba que un grupo encabezado por Bosch había planeado poner una bomba en un avión de Cubana entre Panamá y La Habana; que otro intento había ocurrido en Jamaica, el 9 de julio de 1976, pero la bomba había explotado antes en el interior de una maleta cuando se trasladaba hasta la nave.

También se reseñaba una declaración de Posada Carriles que decía textualmente: «Nosotros vamos a golpear un avión de Cubana y Orlando tiene los detalles».

Esta información de la CIA, guardada por casi tres décadas, dejaba claro que el gobierno norteamericano había conocido con anterioridad de los planes terroristas y pudo haberlos evitado. En cambio, nadie movió un dedo. Como no lo hicieron después para que el connotado criminal Orlando Bosch pagara sus culpas. Como no lo han hecho hasta hoy para que Posada Carriles salde sus cuentas de horror y agravio.
 

(Periódico Granma)



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