Japón: cuando el demonio bajó del cielo

Editado por Lorena Viñas Rodríguez
2019-08-09 08:22:19

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Foto: Archivo.

Por: Guillermo Alvarado

El 9 de agosto de 1945 el gobierno de Estados Unidos, encabezado entonces por el presidente Harry Truman, confirmó su carácter genocida cuando lanzó sobre la ciudad japonesa de Nagasaki una bomba de plutonio que mató en el acto a 70 mil personas, y a varias decenas de miles más en las décadas siguientes.

Fue un crimen contra la humanidad absolutamente innecesario, porque apenas tres días antes la ciudad de Hiroshima había sido borrada del mapa por otro artefacto atómico, esta vez de uranio, que convirtió en cenizas a más de cien mil seres humanos en cuestión de segundos.

Es decir que ya el poderío nuclear de la nación norteña había quedado suficientemente demostrado y a Japón no le quedaba más alternativa que claudicar en una guerra que, ya antes de eso, tenía perdida.

Lanzar una nueva bomba contra la población civil carecía de sentido, como tampoco lo tuvo la primera tragedia ocurrida el 6 de agosto.

Los militares y dirigentes de Estados Unidos ya tenían en su poder todos los datos sobre el tremendo poder destructivo de las armas que habían desarrollado durante varios años.

Si algo hacía falta, se comprobó en el ensayo atómico llamado “Trinity”, realizado en el desierto de Alamogordo, en Nuevo México, el 16 de julio de 1945, donde se demostró que el hombre había entrado en una nueva época, aquella en que era capaz de destruir todo lo que se había construido antes, incluida nuestra civilización.

La selección de los blancos fue una tarea artera, pues se trataba de dos ciudades que no tenían mayor importancia desde el punto de vista militar, no había allí grandes concentraciones de tropas, tampoco constituían nudos vitales de transporte.

Fue una operación de carácter estrictamente punitivo, igual que el masivo bombardeo realizado en febrero de 1945 sobre la ciudad alemana de Dresde, un monumento histórico sin valor estratégico para la guerra, que fue reducido a escombros.

Este crimen protagonizado por las fuerzas aéreas del Reino Unido y Estados Unidos mató, según diversas fuentes, entre 35 mil y 250 mil personas, cuando ya el ejército nazi estaba prácticamente derrotado.

Los autores intelectuales y materiales de los bombardeos de Dresde, Hiroshima y Nagasaki no fueron procesados al final de la contienda, como sí se hizo con los criminales nazis y japoneses. Escaparon a la condena de la justicia, pero no debemos permitir que escapen a la de la memoria.

Con el imprevisible Donald Trump en la Casa Blanca, la humanidad está viviendo tiempos similares y crece el temor de los demonios vuelvan a caer del cielo, como lo demuestra el abandono por parte de Washington del tratado de limitación de Fuerzas Nucleares de Rango Intermedio, INF, por sus siglas en inglés.

Este dos de agosto el presidente Trump confirmó su retiro del pacto, aunque ya puso en movimiento su aparato de propaganda para hacer creer que la culpa la tiene Rusia.

No podemos permitir que el mundo olvide que, hasta ahora, Estados Unidos es el único que ha lanzado bombas atómicas contra civiles inocentes y que dado el talante de la actual administración, el riesgo de que repita esa fechoría es muy grande.



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