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¿Está Trump Librando una Guerra Interna contra los Estados Unidos?

por Guillermo Suárez Borges
Donald Trump

La pregunta ha dejado atrás la hipérbole para instalarse en el corazón del debate político estadounidense. Cuando un presidente moviliza fuerzas federales para reprimir protestas en jurisdicciones estatales, desafiando abiertamente a alcaldes y gobernadores, y luego amenaza con extender esa medida a todo el país, la interrogante se vuelve elemental: ¿quiénes son, exactamente, el enemigo? La evidencia apunta, cada vez con más contundencia, hacia sus adversarios políticos domésticos y hacia los propios cimientos constitucionales de una unión que juró preservar.

El reciente fallo de una magistrada federal —nombrada en su día por el propio presidente Trump— para frenar el envío de la Guardia Nacional de California a Portland representa algo más que un simple contrapeso legal. Es un síntoma elocuente de una nación sumida en lo que algunos han empezado a llamar una “guerra fría doméstica”. No se trata de un conflicto convencional, con balas y trincheras, sino de una pugna que se libra en los tribunales, en las calles y en el amplio espectro del discurso público.

Esta postura encontró un eco inquietante durante una reunión con altos mandos militares, en la que el presidente, acompañado de su secretario de guerra, Pete Hegset, afirmó que el aparato castrense podía —y debía— ser desplegado dentro de las fronteras nacionales. La declaración fue leída en amplios círculos políticos y de seguridad como una ratificación de su voluntad de instrumentalizar las Fuerzas Armadas con fines de control interno, borrando la línea tradicional entre defensa externa y orden doméstico.

Este talante confrontacional genera una dicotomía casi surrealista cuando se contrasta con su paralela —y hasta ahora infructuosa— campaña para hacerse con un Premio Nobel de la Paz. La búsqueda del galardón revela una dualidad reveladora: un líder que cultiva la imagen de pacificador en el exterior, mientras impulsa agendas que fracturan la cohesión social en su propio país.

Un análisis de los hechos en el terreno no deja lugar a dudas. Portland, Chicago, Seattle… los blancos de la administración no son aleatorios. Forman una lista cuidadosamente seleccionada de plazas bajo administración demócrata. El argumento es la “criminalidad descontrolada”, pero el efecto —y quizás la intención— es proyectar la imagen de una nación sitiada, un escenario de caos donde solo la mano firme del presidente puede imponer el orden.

Según el comentarista conservador Tucker Carlson, Estados Unidos podría estar encaminándose hacia una guerra civil, un desastre que atribuye a las “intolerables” diferencias que dividen a su población. En su visión, la diversidad —no solo racial, sino de creencias y orígenes— es la causa de la desunión, una debilidad histórica y no la fortaleza que muchos proclaman.

La retórica empleada por los críticos no es menos elocuente. El gobernador de Illinois, J. B. Pritzker, tildó el despliegue propuesto en Chicago de “invasión”. El fiscal general del estado lo calificó de “ocupación”. Términos que no deberían formar parte del vocabulario de una unión federal pacífica, pero que reflejan la percepción de un pueblo sitiado desde dentro.

Frente a esto, la Casa Blanca esgrime una “autoridad legal” absoluta y amenaza con recurrir a la Ley de Insurrección, un instrumento concebido para sofocar rebeliones, tratando así a ciudadanos y gobernantes disidentes como insurgentes. La estrategia es clara: criminalizar al oponente político.

Surge entonces la pregunta crucial: ¿qué Estados Unidos es el verdadero blanco en este conflicto? Todo indica que son aquellos sectores que se atreven a disentir. Es el sistema de federalismo en sí mismo —ese delicado equilibrio entre estados y federación— el que está bajo asedio. Cuando un presidente vulnera conscientemente ese equilibrio, está desafiando su orden constitucional.

La contienda real no es contra la delincuencia, sino contra el concepto mismo de pluralismo que supuestamente dio forma al país. Se trata de una campaña para reemplazar una estructura política compleja y diversa por un modelo de autoridad vertical, donde la lealtad al líder se convierte en valor supremo.

La cuestión de fondo, en definitiva, no es si Trump está en guerra con Estados Unidos, sino con qué proyecto de nación está dispuesto a enfrentarse. No es la nación que le brinda apoyo incondicional, sino la nación constitucional —la de los contrapesos, los equilibrios y la soberanía estatal— la que parece haberse convertido en su blanco. Y en este forcejeo, a cada ciudadano, sea chino, musulman o latino, le corresponde elegir de qué lado se sitúa: el del poder presidencial sin límites, o el de la república, imperfecta y conflictiva, que algún día soñaron los Padres Fundadores.

(Guillermo Suárez Borges, Investigador del Centro de Investigaciones de Política Internacional -CIPI-)

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