Una parte fundamental de la formulación y aplicación de la política exterior de Estados Unidos se ha sustentado históricamente en la premisa de promover la libertad a escala global, amenazando con represalias a quienes se opongan a su visión. Washington ha intentado imponer sistemáticamente sus conceptos de libertad de prensa y de expresión, catalogando a las naciones en esferas antagónicas de «libres» y «no libres». Este enfoque se ha reforzado mediante instituciones internacionales, mayoritariamente financiadas por el país, para condenar a los Estados que se resisten a adoptar sus parámetros.
Hasta ahora, estas exigencias se basaban en una supuesta garantía de los derechos de expresión y libre difusión de noticias dentro de Estados Unidos, de los que la nación se enorgullece sin recato, a pesar de los capítulos oscuros de su historia. No obstante, la administración de Trump, que asumió el poder en enero de 2025, parece distanciarse de este legado de décadas. Su holgada victoria conservadora en las elecciones de 2024 ha sido interpretada de forma extrema y sin matices, generando una postura que presume la existencia de un consenso universal en torno a su ideario: la creencia de que su modelo de pensamiento no solo es superior, sino que debe ser adoptado por todos.
La suspensión indefinida del popular programa nocturno de Jimmy Kimmel, tras las amenazas del presidente de la Comisión Federal de Comunicaciones (FCC), Brendan Carr, representa mucho más que una cancelación televisiva. Este hecho se une a otras señales del asedio sistemático de nueve meses contra los medios de prensa estadounidenses, donde la coerción gubernamental, la capitulación corporativa y la intimidación de los disidentes se han convertido en los rasgos definitorios del nuevo «panorama democrático».
Lo que comenzó con promesas de «restaurar la libertad de expresión» ha degenerado en una represión severa de los derechos supuestamente garantizados por la Primera Enmienda de la Constitución de los Estados Unidos. En su primer día en el cargo, el presidente Trump firmó la «Orden Ejecutiva para Restaurar la Libertad de Expresión», un documento que se presentaba como protector del derecho a expresarse, pero que en esencia desmantelaba derechos conquistados por minorías rechazadas por la agenda extremista conservadora en el poder.
Inmediatamente después, la administración actuó con celeridad contra los medios de financiación pública, recortando 1.100 millones de dólares en fondos para la red de emisoras de National Public Radio (NPR) y Public Broadcasting Service (PBS). La orden ejecutiva acusaba a estos medios de no producir información «justa, precisa o imparcial»—una clara violación de los principios de la Primera Enmienda, que impide a los funcionarios gubernamentales castigar a medios cuya cobertura les desagrada.
En un movimiento sin precedentes, la administración Trump se hizo efectivamente con el control del grupo de prensa de la Casa Blanca. La Asociación de Corresponsales de la Casa Blanca (WHCA) anunció que ya no gestionaría el acceso, cediendo esta potestad a la propia administración. Esto permitió al gobierno decidir qué periodistas y organizaciones de noticias podían acceder a los eventos presidenciales, un cambio fundamental en las relaciones tradicionales entre el ejecutivo y la prensa.
Simultáneamente, se prohibió la entrada a sus eventos a The Associated Press (AP), considerada la agencia de noticias por excelencia en EE. UU., después de que este medio se negara a utilizar el término «Golfo de América» en lugar de «Golfo de México». Aunque un juez federal restauró temporalmente el acceso, citando violaciones constitucionales, la administración apeló la decisión, demostrando su determinación de controlar la narrativa informativa.
La Comisión Federal de Comunicaciones (FCC), bajo el mandato de Carr, designado por Trump, se convirtió en un arma principal contra los medios. Inició investigaciones sobre grandes cadenas como CBS, NBC y ABC, las cuales coincidieron casualmente con la necesidad de estas empresas de obtener aprobaciones comerciales pendientes ante el organismo. Este patrón reveló una clara estrategia de coerción: las empresas que requerían aval regulatorio hicieron concesiones en su contenido y operaciones.
Trump continuó su asalto legal personal contra las organizaciones mediáticas mediante demandas por difamación. Presentó una de 10.000 millones de dólares contra The Wall Street Journal por publicar una historia sobre una carta que supuestamente envió a Jeffrey Epstein en 2003. A esto siguió un acuerdo de 16 millones de dólares con CBS News por la cobertura de su programa «60 Minutes» sobre Kamala Harris, que forzó la renuncia de su principal ejecutivo, Bill Owens; y otro de 15 millones con ABC—la misma cadena que ahora suspende a Jimmy Kimmel—por una cita errónea del influyente presentador George Stephanopoulos, quien, dicho sea de paso, formó parte del primer gobierno de Bill Clinton.
Ni siquiera medios de menor envergadura, como el Des Moines Register, se libraron de esta campaña de intimidación jurídica. Trump los demandó tras la publicación de una encuesta que vaticinaba la victoria de Harris en las elecciones de 2024. Esta medida legal tuvo un impacto desproporcionado en organizaciones informativas con recursos limitados, ya inmersas en la implementación de estrategias de supervivencia en la era digital. El efecto disuasorio fue inmediato, sembrando inquietud sobre la conveniencia de informar cualquier asunto que pudiera provocar la ira de la administración.
La suspensión del programa de Jimmy Kimmel, tras sus comentarios sobre el asesinato de Charlie Kirk, ha puesto estos temas en clara perspectiva. Kimmel había sugerido que el asesino de Kirk estaba alineado con el movimiento MAGA de Trump y criticó la instrumentalización política de la tragedia. El presidente de la FCC, Carr, calificó rápidamente los comentarios de «enfermizos» y amenazó explícitamente con suspender la licencia de emisión de ABC, afirmando: «Podemos hacerlo por las buenas o por las malas».
La secuencia posterior de eventos reveló la coordinación entre la presión gubernamental y la respuesta corporativa. Horas después de las amenazas de Carr, el Grupo de Medios Nexstar—que necesitaba la aprobación de la FCC para su fusión de 6.200 millones de dólares con Tegna—anunció que retiraría Jimmy Kimmel Live! de todas sus afiliadas de ABC. Poco después, ABC suspendió el programa indefinidamente.
La última broma de Jimmy Kimmel pudo ser sobre Putin o sobre China sin mayor trascendencia, pero al referirse a Estados Unidos, evidenció lo que sucede cuando el poder gubernamental se alía con la cobardía corporativa para silenciar las críticas. La suspensión del programa simboliza la erosión de las supuestas garantías constitucionales que alguna vez parecieron inviolables para los estadounidenses.
En Estados Unidos, la libertad de prensa y expresión siempre fue condicionada. No obstante, los sucesivos gobiernos habían preferido tolerar ofensas y burlas antes que enfrentarlas abiertamente. En la «América» de Trump, la libertad de expresión se traduce en un discurso permitido—solo válido cuando se alinea con las preferencias de la administración. Comediantes, periodistas, estudiantes y abogados han descubierto que ejercer los supuestos derechos de la Primera Enmienda puede acarrear graves consecuencias personales, profesionales y empresariales.
El nuevo macartismo proyecta su sombra sobre el Estados Unidos de Trump, y el mundo, a menudo forzado a seguir unos preceptos supuestamente “escritos en piedra”, observa impávido. Muchos conservadores estadounidenses parecen dispuestos a aceptar esta erosión de derechos a cambio del triunfo político. El tiempo dirá si silenciar a los oponentes de hoy no conducirá al silencio propio mañana.
Al cierre de este texto ya se anuncia que el show sera regresado al aire este martes. Jimmy Kimmel conoce bien los estándares reales de libertad de su país. Todos estarán expectantes a lo que dirá. Le pagan a Kimmel unos 15 millones de dólares anuales por realizar ese show cómico nocturno de una hora, cuatro veces por semana. Ya sabremos si esa cifra de ocho dígitos vale más que el principio único representado por la Primera Enmienda. Trump muy seguramente exigirá una disculpa pública ejemplarizante. Probablemente, a Kimmel no le quede más remedio que bajar la cabeza.