El presidente de Estados Unidos, Donald Trump, manifestó de pronto su interés por recuperar la base militar de Bagram, la mayor erigida por las tropas de ocupación en Afganistán y principal centro de operaciones durante los 20 años que duró la ocupación del país centroasiático.
Lo hizo, como siempre, con pésimos modales y vertiendo amenazas no especificadas del tipo de “cosas malas van a pasar”, como si el pueblo afgano no hubiese vivido un infierno durante la prolongada presencia del Pentágono y sus aliados de la guerrerista OTAN.
Es lógico preguntarse en las actuales circunstancias, ¿por qué retorna esta ansiedad imperial luego de la vergonzosa huida de las tropas estadounidenses de ese país, que hizo recordar aquellas imágenes de gente colgando de helicópteros para salir a toda costa de Vietnam?
Resulta que en el fondo no es tan descabellada la idea de Washington, que aún antes del arribo de Trump fue moviendo las piezas de su ajedrez militar en puntos clave del planeta, sea en el Oriente Medio junto a Israel, como en el sur del mar Caribe en fechas más recientes y que estuvo precedida por una frenética actividad del Comando Sur hace un par de años, o en la complaciente Taiwán.
Detengámonos un momento en esta pequeña isla de 24 millones de habitantes que con toda justicia China reclama como parte de su territorio. Taiwán tiene un potente ejército con armas que son en su mayor parte estadounidenses y que llegaron por compras directas, indirectas o donaciones.
En 2024 comenzó a recibir un importante lote de equipos, que incluyó aviones F-16, como parte de una negociación de 20 mil millones de dólares pactada en 2019. Aparte de Ucrania, Taiwán tiene el privilegio de adquirir arsenales directamente de las reservas de defensa estadounidenses.
A estas alturas algunos se preguntarán: ¿y qué tiene que ver esto con la base de Bagram, en Afganistán? Tiene mucho, se los aseguro, y los invito a que le den una mirada a un mapamundi y noten cómo China tiene al este a Taiwán y al otro extremo, al oeste, se ubica precisamente Afganistán.
Son, ni más ni menos, dos excelentes puntos para ejercer presión militar sobre el Gigante Asiático y de allí, a mi juicio, viene la obsesión de Donald Trump de recuperar una instalación con enormes hangares, numerosos edificios y una rampa de 130 mil metros cuadrados para estacionar aviones.
Su pista de aterrizaje o despegue tiene 3,5 kilómetros de largo y suficiente espesor para recibir aparatos de gran tamaño. De momento, los talibanes le dijeron a Trump que no tienen ninguna intención de devolverla, pero la jugada y el peligro están apenas comenzando.