A 30 años de una infamia

Editado por Lorena Viñas Rodríguez
2019-12-20 07:17:18

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Tropas estadounidenses fuera de la Cancillería en la invasión de Panamá, 22 de diciembre de 1989. Roberto Armocida / Reuters.

Por: Guillermo Alvarado

Cuando faltaban pocos minutos para la medianoche del 19 de diciembre de 1989, las fuerzas armadas de Estados Unidos dieron comienzo a una de las operaciones más infames de que se tenga memoria en la historia reciente de nuestra región, la invasión contra el pueblo de Panamá.

La acción, bautizada con el estrafalario nombre de “Causa justa”, cumple con los parámetros de los manuales clásicos del derecho penal para caracterizar un asesinato: premeditación, alevosía, ventaja y nocturnidad.

Era un secreto a voces que Washington preparaba una invasión contra ese país, sobre todo por el disgusto que causaba entre las altas esferas de la Casa Blanca, dominada por los republicanos, la firma de los tratados Torrijos-Carter, que devolverían la soberanía a Panamá de la vía que conecta a los océanos Pacífico y Atlántico.

Pero más allá de eso, ya grave de por sí para los intereses hegemónicos estadounidenses, estaba el carácter antiimperialista que venía adoptando el gobierno de Antonio Noriega, un antiguo aliado suyo, incluso ex informante de la CIA.

Con su habitual estilo imperial alevoso, el gobierno de George Bush, padre, programó el ataque en horas de la noche, cuatro días antes de la navidad, cuando ese pueblo, como muchos en la región, se preparaban para esas festividades.

Unos 24 mil efectivos fuertemente armados, con misiles guiados por láser y aviones caza furtivos, la última tecnología para matar de ese entonces, fueron lanzados contra una nación cuyas Fuerzas de Defensa carecían de armamento pesado.

Durante la madrugada del 20 de diciembre Ciudad de Panamá fue machacada, el humilde barrio de El Chorrillo destruido y aunque los documentos oficiales hablan de entre 200 y 300 muertos, no se sabrá jamás la cifra exacta de víctimas civiles.

Si el nombre de la operación era estrafalario, la excusa rayaba en el ridículo: Panamá fue bombardeada y ocupada supuestamente para capturar a un sólo hombre, Noriega, a quien acusaban de narcotráfico y, adelantándose a tiempos modernos, de promover el terrorismo internacional.

Con invasión y todo, el gobierno de Bush no podía impedir la aplicación de los acuerdos Torrijos-Carter, porque eran compromisos de Estado, pero sí logró imponer gobiernos complacientes y destruir cualquier vestigio de antiimperialismo.

Entregó las grandes bases que estaban en la llamada Zona del Canal, aunque mantiene 12 enclaves en el territorio panameño, entre ellos los aeronavales de Isla Chapera; el de Rambala, en la provincia de Bocas del Toro; otro en Punta Coco, Veraguas; y Bahía Piña, en el Darién, pegado a la frontera con Colombia.

Además tiene derecho a utilizar las pistas de la Base Howard y en 2002 el gobierno de turno dispuso que los puertos y aeropuertos panameños están a disposición de las fuerzas armadas de Estados Unidos cuando lo considere necesario.

Junto a Puerto Rico, Panamá es el lugar de America Latina y El Caribe donde hay mayor presencia militar estadounidense, otro “logro” de la invasión.

El pueblo de Panamá fue sacrificado en el altar de los intereses de Washington y la “democracia” impuesta por las bombas ha sido, en su mayoría, sumisa y corrupta, lo que conviene a la Casa Blanca porque la mantiene en un puño que abre y cierra, según le convenga.



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