La fotografía en Cuba: Historia de resurrecciones

Editado por Martha Ríos
2018-07-02 14:34:00

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Foto tomada en 1852. Una de las primeras instantáneas de La Habana. Foto tomada de Cubasí

Por Vladia Rubio

El devenir de la fotografía en Cuba forma parte de la historia de esta Isla, testimoniando desde los más épicos y trascendentales sucesos hasta el más anónimo y cotidiano acontecer.

“Hay dos retratos pegados. Alguien lloró sobre ellos…”

                               Dulce María Loynaz, Jardín

Apenas amanece al final de la calle O’Reilly, pero a pesar de las bajas luces,  en los ojos de la vaca que se deja ordeñar, paciente, digna,  queda recortada por un instante la imagen de la mujer llevando el cántaro de leche a la cintura. Al pasar frente a la casa con el número 75, se persigna y apura el andar.

Es el 1845 en La Habana colonial. Cuatro años atrás –el 3 de enero del 41- había abierto sus puertas el primer estudio fotográfico de cuba, convirtiéndola así en el segundo país del mundo y el primero de Hispanoamérica en contar con dicha novedad.

Fue idea del  daguerrotipista estadounidense George W. Halsey, quien eligió como sede para esta casi alquimia la azotea del Real Colegio de Conocimientos Útiles, en Obispo no. 26, entre Cuba y Aguiar.

Ya habían caído muchos aguaceros sobre la entonces “siempre fiel Isla de Cuba”, colonia española, desde que Pedro Téllez Girón, hijo del Capitán General, se hiciera traer desde París un equipo para hacer daguerrotipos.

Luego de lograr su reparación -porque llegó hecho un estropicio, con láminas metálicas manchadas, frascos de reactivo derramados y el termómetro roto-, el emprendedor joven español consiguió con éxito la vista de una parte de la Plaza de Armas.

Tanta era la novedad de aquel invento que se abría paso en esta tierra antillana a solo unos años de su descubrimiento en la Francia de 1939, que hasta el Padre Félix Varela había publicado en 1841, en Nueva York,  el artículo “Daguerrotipo”, incluido luego en sus “Lecciones de Filosofía”.

Daguerrotipo. Foto tomada de Cubasí

Pero no fue hasta 1843 que un cubano logró el primer daguerrotipo. Fue Esteban de Arteaga, quien aprendiera esas artes en París.

Al retornar a La Habana hizo suya la galería enclavada en Lamparilla 71 y allí, no solo hizo las delicias de los cubanos con daguerrotipos tradicionales, sino también con otros coloreados.

El emprendedor de Arteaga también se dedicó a vender en su galería cámaras y emulsiones químicas, a la vez que impartía clases de fotografía prometiendo enseñar “este arte incomparable en cuatro días”.

Hasta mediados del siglo XIX se utilizó en Cuba el daguerrotipo, al que continúa un nuevo proceder más económico conocido inicialmente como “daguerrotipo sobre papel”.

Es que todavía no había parecido el vocablo fotografía, que por primera vez fue escuchada en la Sociedad Real de Londres, el  14 de marzo de 1839, en una conferencia que allí impartiera el físico y químico inglés John Herschel.

En la Mayor de las Antillas,  la primera vez que se empleó tal sustantivo fue en el Diario de la Marina, en su edición del 29 de junio de 1840. Sin embargo, solo unos diez años después se inscribiría realmente en el lenguaje popular.

La suerte al lado del sol

La mujer con el cántaro de leche a la cintura se persignó ante el número 75 de la calle O’Reilly porque allí, en el segundo piso, aguardaba un ojo ciclópeo y de cristal –no como el húmedo y lánguido de la vaca- para separar imágenes de almas y apresarlas en cartones que, como tumbas mal cerradas, las dejarían libres quién sabe cuándo.

Por eso ella jamás se dejaría tomar una de aquellas fotografías.

Pero no era solo en esa edificación donde ocurría el “sortilegio”. En esa calle se concentraban a mayoría de los fotógrafos capitalinos, que entonces sumaban unos 112 y completaban un total de 219 en toda la ínsula, incluyendo siete mujeres, según censo de 1899.

Aquellos locales se nombraban galerías y no estudios. Se ubicaban siempre en altos y no para estar más cerca de Dios sino de la luz. Aún no se había introducido en Cuba la iluminación por polvo de magnesio y solo quedaba en manos del sol la fidelidad con que quedara estampada la placa sensibilizada.

Para facilitar tal objetivo, todas las galerías poseían, orientado al norte, un amplio panel con cristales nevados o azules en cuya cercanía se ubicaba al fotografiado mientras desde el lado opuesto, una pantalla blanca reflejaba la luz sobre el sujeto y sus sombras.

En las galerías coexistían en caótica armonía columnas enanas con capiteles de diversos estilos para servir de sostén al brazo de quien se retrataba. Con igual intensión se acumuladas sillas de respaldar suntuoso, esbeltas mesitas con sus volutas de madera laqueada y enormes jarrones floridos.

En la cuarta pared de aquel aposento surrealista, colgaba un telón de fondo, similar al de los teatros. No era uno solo, el fotógrafo lo colocaba de acuerdo con las características y preferencias del cliente.

Si se trataba de un niño con blusa marinera y bucles, entonces el fondo llevaba pintada una plácida orilla en la que reposaba un bote y volaba bajo una gaviota.

Si quien se situaba frente al lente era un joven brioso, se utilizaba el telón que representaba una naturaleza indómita y con río, o un paisaje campestre de lomas y bohíos en lontananza; vastos espacios que invitaba a ser recorridos por buen jinete.

Entre telones y utilería se agitaban el director artístico –casi siempre el dueño del negocio- y el fotógrafo; mientras, tras bambalinas quedaban el laboratorista, el retocador –todas las fotos eran retocadas-, y un pintor para colorear las foto si ese era el gusto del cliente.

A tal “nómina” se agregó al menos en una galería, la figura de la Miss Colocadora. Así la anunció el avispado dueño en sueltos y periódicos, indicando que esta dama tenía la función de colocar en la posición adecuada a las ruborosas señoritas para evitar que manos masculinas se posaran sobre aquellas pieles virginales.

Ya casi al terminar el siglo XIX, podían también encontrarse en aquellos lugares los llamados sostenedores. Se trataba de singulares artificios compuestos por varillas metálicas que corrían del pie al cuello del retratado para mantenerlo erguido e inmóvil durante el tiempo que demoraba apresar su imagen y que para entonces podía ser de ¼, 1/8 o 1/15 de minuto.

Apenas una bicoca comparado con los cinco larguísimos minutos que hacían falta cuando irrumpió la fotografía en Cuba.

Las de finales de los ochocientos  son fotos sin sonrisa. Lo mismo entre el sombrero de copa y la corbata de lazo que entre los volantes y el tocado, las expresiones se ven severas, adustas.

Tal vez en el fondo de aquellos ojos serios de los tatarabuelos empozaba el mismo temor a que le raptaran el alma. O quizás le sobrecogía aquel convencimiento que Dulce María Loynaz supo tan magníficamente recoger en su novela Jardín:

“Un retrato es una pequeña resurrección, es un modo de eternizar un minuto, de retenerlo por encima de todos los otros minutos que pasan echando sombra, echando muerte.”

Máquinas de eternizar

Aunque algo caóticas, las galerías eran consideradas espacios de lujo, con recibidores alfombrados y las paredes cubiertas por retratos enmarcados en dorado y con diafragma de pana roja.

Solo los cubanos de clase acomodada podían pagar esa visa a la inmortalidad, reservándose así asiento, aunque sea en la última fila de la memoria de sus futuros descendientes.

En realidad, según refirió a esta reportera el fotógrafo Jorge Oller, Premio Nacional de Periodismo José Martí y estudioso de la historia de la fotografía en Cuba, el único fin que perseguían los que iban a aquellas galerías era precisamente perpetuar su ego y apuntalarlo, porque ser retratado constituía entonces símbolo de prestigio.

Aun no era usanza el retratarse con motivo de bautizos, bodas o cumpleaños, sobre todo porque la única fuente de luz usada entonces era el sol. Fue luego de la guerra de 1895 cuando se introdujo el polvo de magnesio en estas artes.

Al explotar, provocaba un violento resplandor que todo lo iluminaba, provocando una mueca de estupor o de espanto en la persona retratada, mientras una nevada de cenizas descendía lentamente sobre sus hombros y traje cubriéndolos de blanco cual fantasma surgido al conjuro del relámpago.

Aquellas máquinas de eternizar también enfocaron sobre personas fallecidas. Aunque tal costumbre, aparecida en torno a 1870, ya iba en declive al abocarse el nuevo siglo, todavía era posible encontrar en los periódicos anuncios como este:

“Se retratan cadáveres a domicilio tan pronto avise”. Y si el aviso llegaba rápido, ganándole al rigor mortis, entonces eran fotografiados usurpando espacios y aun posturas solo del mundo de los vivos.

La noticia en fotos

Para la segunda mitad del siglo XIX ya algunos fotógrafos se desplazaban a la caza de imágenes en exteriores, sobre todo escenas citadinas o paisajes rurales, y en oportunidades hasta cazaban algún incendio o derrumbe entreabriendo así las cortinas de lo que fue la fotografía informativa.

Pero conseguirla era imposible con los pesados andamiajes que acompañaban a la foto de estudio, de ahí que optaron por aligerar el equipaje con cámaras de placas de 5 x 7 pulgadas. Fueron las que dieron origen a las fotos que en Cuba recibieron el nombre de “tarjetones”.

Se trataba de imágenes pegadas a una cartulina que, al dorso, llevaba una explicación, precursora del pie de foto.

Pero al comenzar la Guerra del 95 ya la fotografía había ganado buen espacio en los periódicos con la posibilidad del fotograbado o grabado en medios tonos. el primer taller de fotograbado en Cuba, establecido en 1881 por el portugués Francisco Alfredo Pereira y Taveira, en Aguacate 66.

Proliferaron entonces los “fotógrafos de la calle”, siempre acompañados, refiere Oller, por grandes baúles de unos 20 kilos de peso, continentes no solo de las placas de vidrios, también de los chasis donde tales placas se ubicaban en el interior de las cámaras.

Como no existían ampliadoras, las placas debían tener el mismo tamaño que se deseaba para la foto.

Con equipaje semejante se lanzó el español de ciudadanía norteamericana José Gómez de la Carrera a recorrer la Isla, lo mismo en mula que en ferrocarril y aun a pie. Su finalidad era testimoniar en imágenes la guerra del 95 y lo convirtió en el fotógrafo más importante de esa contienda.

Su condición de norteamericano le permitía visitar campamentos de ambos bandos como corresponsal de la revista El Fígaro, el periódico La Lucha y de varias publicaciones foráneas.  

De oriente a occidente se dedicó a testimoniar en fotos la guerra en una travesía que de conocerse sus detalles, bien serviría de argumento a una novela o película.

A O’Reilly número 23, donde tenía su estudio  y revelaba e imprimía, retornaba una y otra vez luego de almacenar la cantidad de placas que podía trasladar.

Aseguran que la llegada de este corresponsal de guerra a los campamentos era todo un suceso y el jefe y su estado mayor posaban ante su trípode. No le era posible a Gómez de la Carrera retratar en tiempo real un combate.

Con tanto andamiaje que necesitaba hubiera sido blanco inmediato, de ahí que las imágenes que legó a la posteridad eran posadas.

Fue solo con la intervención norteamericana en la contienda cuando corresponsales de esa nación norteña recogieron, in situ, escenas de combates reales.

Luego del hundimiento del Maine, el dueño del New York Journal, de New York, Randoll. W. Hearst, envió a Cuba en un yate una especie de redacción flotante con laboratorio fotográfico incluido, a fin de ganar tiempo mandando las fotos ya reveladas y listas para publicar.

Al frente de aquel equipo vino Frederic Remington, quien después del suceso del Maine hizo llegar un mensaje a Hearst: “No habrá guerra, deseo regresar”.

La respuesta del destinatario llegó concisa e imperativa: “Le ruego permanezca ahí. Haga usted las fotos, que yo haré la guerra”.

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Nota: Para este material sirvió de fuente principal la información ofrecida por el destacado fotoperiodista cubano Jorge Oller Oller, Premio Nacional de Periodismo José Martí y estudioso de la historia de la fotografía en Cuba.

(Tomado de Cubasí)



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