Archivos Parlanchines: La sepulturera

Editado por Bárbara Gómez
2017-11-03 22:16:25

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Imagen tomada de Internet

Por Orlando Carrió

Muy pocas personas se asombran al saber que hay muertos de pie, boca abajo, buscando el sol con la cabeza o en cualquier otra caprichosa forma de enterramiento, en dependencia, casi siempre, de sus creencias religiosas.

Tampoco se sonrojan ante las tumbas faraónicas en forma de grandes pirámides ni ante el modesto camposanto del pueblito mexicano de Pátzcuaro, donde los días 1 y 2 de noviembre de cada año los familiares reciben a las almas de sus fallecidos con sus comidas y bebidas favoritas.

Lo que sí resulta muy inusual es ver a una dama trabajando de sepulturera, como ocurre en Cuba con Emilia Quiñones Clavelo, madre de cinco hijos y orgullosa abuela, quien, en 1977, le reitera a Tomás Álvarez de los Ríos, quien la entrevista para Signos, estar satisfecha, «pues para mí los muertos son familia».

Oriunda del poblado de Zaza del Medio, en el municipio  de Taguasco, en la actual provincia central de Sancti Spíritus, esta campesina, la única sepulturera que se conoce en Cuba, tiene, a fines de los setenta del siglo pasado, unos cincuenta años, es de mediana estatura y fuerte complexión física. Su cabello corto y canoso, sus ojos verdes y su perfil aguileño denuncia a las claras un carácter recio y retador.

«Yo me dije: “Se me mueren los niños de hambre”. Y agarré y le fui a lo fuerte con todo —le comenta a Álvarez de los Ríos, el creador del único museo de refranes del mundo—. Me hice cargadora de sacos.  Cuando los sacos de azúcar eran de trece arrobas, yo jugaba con ellos.  Pegué y me puse a hacer fosas pa’ letrinas, a pintar casas, y como pa’ eso yo era larga y curiosa, me ganaba buen jornal (…).

Resultó que mi cuerpo se adaptó a la pega fuerte y luego no me hallaba sin pegar duro.  Al principio, me daba pena como mujer; mas, cuando pensaba en la comida de mis hijos se me pasaba.

«En febrero de 1959, año en que triunfó la Revolución, la plaza de sepulturero, ésta, estaba vacante; pagaban veintinueve pesos y no la quería nadie.  Yo hice así y pegué a recoger firmas en el pueblo pa’ que me dieran ese trabajo.  Fui a ver al comisionado de Sancti Spíritus y cuando me vio los molleros que tengo me dijo: “La plaza es suya”.  Yo pegué aquí por necesidad y hoy me gusta».

Esta guajira puede abrir, en un día, hasta dos fosas de siete pies de largo, tres de ancho y metro y medio de fondo, sin sentir el más mínimo cansancio. Lo mismo entierra que desentierra; sella una bóveda o la abre. Por supuesto, han existido situaciones difíciles, como le cuenta a Álvarez de los Ríos:

«Una vez tuve que mover los restos de una tumba para otra. Se trataba de uno que había muerto hacía como cuatro años en un accidente. Cuando abrí la galera, ¡quién le dice a usted que la caja estaba podrida y el cadáver estaba enterito, como acabado de enterrar! Los compañeros que bajaron conmigo huyeron escaleras arriba. Yo ordené desde abajo que trajeran una caja de la funeraria y yo misma lo cargué y lo eché allí (…).  No tuve miedo.

Un mal momento fue cuando me tuve que ocupar de un amigo mío, el cual yo conocía desde niña, se llamaba Berto León.  Esa vez sí me aflojé.  Cuando sellaba la cripta me puse a pensar que no lo vería más y, no sé, me eché a llorar. Óigame, y pa’ yo llorar le zumba».

Emilia Quiñones, la Mujer Sepultura, como los insidiosos la llaman, se jubila como consecuencia de una  artrosis cervical, tras casi dos décadas de faena. En lo adelante, tapa a su propio padre y apoya al nuevo cavador con enterramientos extras en los cuales pone hasta las flores.

Antes de abandonar este planeta, ella le regala a los vagos, pusilánimes y cobardes de Zaza del Medio un molesto ejemplo de entereza y ganas de cortar y comerse las espinas sin importarle los pinchazos. Ante la vida asombrosa de Gertrudis Gómez de Avellaneda alguien aseguró: ¡Es mucho hombre esta mujer! Y me pregunto: ¿no merecen las manos y el corazón de Emilia un halago similar?.

 



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