Por Martha Ríos
El 2 de junio de 1911 pasó a la historia de la cultura cubana como un día luctuoso. Era miércoles.
Bien lejos de La Habana, en Buenos Aires, Argentina, expiraba Claudio José Domingo Brindis de Salas (1853-1911), uno de los violinistas más famosos del mundo, el Rey de las Octavas, como lo bautizaron en Europa.
Habanero de nacimiento, fue un verdadero virtuoso que conquistó los principales escenarios del Viejo Continente: Florencia; Turín; la Scala, de Milán; La Fenice, de Génova; París; San Petersburgo; Berlín; Madrid…
Arrancaba exclamaciones al público y a los más exigentes críticos. “El violín fue creado para él”, manifestó uno de ellos en la columna cultural de un diario parisino, y es que sobresalía por el temperamento de su ejecución, el buen gusto y la pureza de entonación.
Desde pequeño, Brindis de Salas brilló con luz propia. A los 11 años cuando subió por primera vez a un escenario, ya se vislumbraba cuán grande sería en el futuro.
Debutó en el Liceo de La Habana junto al pianista belga José Van der Gutch, uno de sus maestros.
Meses después, con su padre, y hermano, ofreció conciertos en varias ciudades cubanas.
Luego visitó México y no paró hasta llegar al Conservatorio de París donde ganó el Primer Premio de Interpretación, en 1871, tenía entonces 18 años de edad.
Este portento musical también llevó su arte a toda América y el Caribe, pero su puerto seguro era la ciudad que lo vio nacer.
A ella siempre volvía tras sus exitosos viajes. Los coliseos Payret, Albisu, Principal, y el Gran Teatro, dan fe de su excepcional entrega.
El último concierto lo ofreció el mismo año de su muerte, en el teatro Espinel, de Ronda, España.
Más tarde marchó a la capital argentina, y allí cerró sus ojos sin cumplir aun los 58 años de edad.